Juntos caminábamos, tomados de la mano,
Pasando ante ella, la casa de la Muerte.
Su techo era alto, sus paredes corroidas,
Andando la mirábamos sabiendo
Poco de ella.
Fue María quien me dijo, a la vez
Que me miraba desafiante
Con sus bellos ojos negros
-Vamos, chico, entra.
Hice como dijo.
Caminaba lentamente ya que algo
Me estorbaba: era un miedo horrible
Que escurría por mi piel, era un frío violento
Que emanaba del lugar.
María y sus ojos observaban con espanto,
Rogando que no fuera,
Arrepentida.
No llegué a la puerta pues la mano me detuvo,
Aquellas garras de una bruja que me dijo
-Alto, niño tonto, esta casa abandonada
No te atrevas a explorar.
Vi que ella sonreía y respiraba aliviada,
Con su mirada negra me pedía
El regreso a su lado
Donde sus abrazos me esperaban.
Pero yo, un niño imbécil, ya
Me había decidido.
Ignoré el llamado de esos ojos y,
Haciendo caso omiso de la anciana,
Perforé la entrada.
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