Mario tenía una mandarina pelada en una mano y una taza de té verde en la otra. El cojín de su asiento era suave, y el respaldo de madera era bastante cómodo. La mesa estaba cubierta por papeles y libros, rodeada por sillas vacías a excepción de la silla de Mario. El cuarto estaba templado, vacío de decoraciones, con paredes blancas y pisos de marmol.
Mario extendió ante sí uno de los libros mientras el jugo de la mandarina escurría por sus labios. Sobre la mesa su bebida se enfriaba. Leyó hasta que se hubo terminado la mandarina y fue entonces que tomó el primer sorbo de su té. Pronto se lo termino, pero no el libro. Sus páginas, aunque pocas, eran suficientes para que Mario tuviera que abandonar la lectura en búsqueda de otra mandarina y de otra taza de té.
Volvió a su asiento, dejando la taza descansar en la mesa, ingiriendo uno a uno los gajos de mandarina mientras que continuaba con su lectura. Pronto hubo terminado el libro, pero no la mandarina, y del té ni un sorbo. Tomó otro libro y desde la primera página prosiguió con su velada.
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